jueves, 27 de julio de 2006

(amarillo)

Quieto.
Inmóvil como un cadáver viejo,
reflejando nada.
Así te vi, así te encontraba cada vez, el mundo girando a tu alrededor y vos inalterable.
Punto. Tus dedos fríos buscaban esto que soy yo, buscaban mi boca (tal vez) para saber que soy yo.
Que soy yo, que te estaba viendo, que tus ojos ciegos no me asustaban.
Y seguías quieto igual, yo ahí y vos quieto igual,
¡Quieto igual!
No esperaba que te muevas, pero vos estabas quieto. El aire se enviciaba y la luz de la ventana se perdía contra el techo, amarilla para mí (para vos indistinto).
Me movía yo y vos estabas quieto,
siempre lo mismo,
siempre inmóvil,
siempre quieto,
siempre inmóvil .
Nunca pasó nada y te moriste, quieto, tieso, inmóvil te moriste, en el mismo lugar que te encontraba, con los mismos ojos blancos, con el mismo cuerpo frío, con lo mismo... con lo mismo que te amaba, con lo mismo.

domingo, 2 de julio de 2006

NARANJA

El sol de la media tarde comenzaba a molestarle los ojos mientras caminaba acompañando la baranda del río. Por esos caminos siempre soplaba el viento, aunque esa vez el frío no era un factor importante. La primavera había traído a la escena una gran variedad de aficionados al paseo, y a su vez ellos atraían a muchos vendedores ambulantes, que por momentos interrumpían el lazo entre los flacos dedos de la mujer y el metal negro de la baranda. Ella amaba mirar las islas recortadas con una línea naranja del sol ya soltando sus últimos (y más bellos) rayos. Tenía la impresión de que el astro radiante era el responsable de semejante escenario para la tarde de todos los transeúntes, y que, de cualquier forma, nadie podía sentirse excluido de ese marco.
Ella caminaba lento, parecía sin rumbo, con pasos sin principio ni fin. No iba cabizbaja pero sus ojos parecían pesarle sobre su cara. En la mano izquierda traía un portarretratos pequeño, con la cara de una niña alegre, pequeña, inocente. De vez en cuando lo levantaba y se detenía a mirarla, pero nuevamente el reflejo del sol contra el vidrio molestaba sus ojos, esa luz anaranjada que le nublaba la vista...
Era una bella mujer, tal vez su piel revelaba más años de los vividos, detrás de cada detalle sobre el relieve de su cuerpo había una historia, una novela que, de haber sido escrita y publicada en algún libro, estarían aplastándole la cabeza contra los hombros. Llevaba pantalones y un saco, zapatos negros y una boina, como si hubiese sido importada desde el pasado y mezclada entre las nuevas modas, sin ningún prejuicio. El pelo negro le brillaba por el efecto del sol dejándola más hermosa (ella enamorada del febo y éste seducido por su cuerpo: había una armonía perfecta).

Caminó largo rato. En un banco se sentó, sacó de su bolso un cuaderno y escribió: "La muerte no tiene el mismo color que este sol, que esta tarde, en que no puedo traerte de vuelta, de donde te envié con ella." Soltó el lápiz y estiró los brazos para liberar tensiones, y el viento sin quererlo le sacó la hoja del regazo.
Lentamente se acercó un hombre viejo con una cámara polaroid en su mano.
- Disculpe señorita, ¿no quisiera tomarse una foto en este paisaje tan bello que nos ofrece el sol naranja en esta ribera del Paraná?
Ella levantó la cabeza y sonrió a penas. Le parecía agradable la cara del señor, una mezcla oscilante entre serenidad y resignación.
- ¿A usted también le agrada el color del sol a esta hora de la tarde? Yo creo que todas estas personas que vagan por este escenario podrían encontrarse mil y una vez en distintos lugares atraídos solamente por estos destellos de luz. Es, creo yo, una extraña afinidad con la no terminada muerte de la tarde, el sabor a transición que en los hombres es constante, e inconscientemente, nos arroja a la incertidumbre de no saber si era mejor haber disfrutado el día o agradecer la llegada de la ansiada noche. Una necesidad también de sentir a penas el calor tímido de esta hora, que agrada a la piel sin pedirle nada a cambio...

El viejo, sonrió, tomó de su maleta un álbum de fotos y se lo acercó a la mujer.
- Estos son los soles que más aprecio. Tienen mucho de mí y tienen mucho de ellos mismos...- abre el álbum - aquí está el sol recortado por la persiana contra la pared de mi antiguo hogar... éste es el sol de Remanso Valerio...

- Y esta es mi niña.
El señor estiró su brazo y tomó el portarretratos. Observó largo rato la foto. Miró una y otra vez, alternando entre la mujer y la imagen. Puso cara pensativa, levantó la vista, movió los labios. Vaciló. Volvió a mirar a la niña, y luego dijo:

-Tiene los ojos perdidos.
- Es ciega. (silencio)
-(silencio)
- Su padre... - se tomó la cabeza como dolorida - bueno, nada. No es cuestión de estar siempre repartiendo culpas. Ella es muy pequeña y frágil para enfrentar una tristeza tan grande.
- ¿Por qué le parece tan (enfatiza) trágico?
- Los primeros momentos de su vida están empapados de colores y formas, sus pasos, sus descubrimientos, sus alegrías, sus miedos, todo lo fue descubriendo mediante colores. Nuestra casa estaba llena de cuadros y pinturas, ella inevitablemente aprendió a vivir entre el rojo y el violeta, como el arco iris. Cada punto, cada instante tiene su color.

- mmm... comprendo. ¿Hace mucho que es ciega?
La mujer sacude la cabeza hacia los lados, y responde "más o menos".
- Ah. - piensa unos segundos - Es pequeña, los niños tienen una gran capacidad de adaptación a los cambios. Vaya descubriendo usted qué es el mundo hoy para ella. Pregúntele qué es el naranja.
Se acerca una pareja hacia el hombre y le piden que les tome una foto. Se dirige otra vez a la mujer, se despide gestualmente y antes de alejarse le pregunta:

-¿Cómo se llama su niña?
- Azul