domingo, 17 de septiembre de 2006

m o m e n t o


Cruzaste a la otra orilla del rio,
tu vida en frente.
Mirabas pensativo,
fumabas un cigarrillo sin sabor,
por costumbre.
Tu vida estaba en frente,
esta vez no en tu reloj,
no en tus problemas.
De vez en cuando te hace bien
sentarte afuera,
a mirar.




foto: gracias PabloT

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Verde(s)

Ella iba a llegar antes de lo acordado (como siempre) y yo quería dejar(le) todo preparado. Todavía me quedaba tiempo de sobra. Puse la pava a fuego lento, siempre andaba despistado y el hervor solía ganarme de mano. Miré mi habitación, de a poco y fijando la vista de a ratos en cada lugar, como si pensara en algo. Y es que sí pensaba en algo. Ese espacio tan pequeño a veces me apretaba, la mesa y las sillas tan cerca de la cama y de los cuadros, tan cerca de la cocina y del balcón, de la mesita del teléfono, de todo, de mí. Miraba la puerta del baño pensando que ese era el espacio de uso menos general de todo el departamento, y así, entonces, de todos modos estaba considerando que una buena ducha, cepillarme los dientes, afeitarme, lavarme la cara, peinarme, cortarme el pelo, etc. era todo lo mismo. Jaja qué ocurrente. Y así entonces todo era una mezcla de todo, agarrar el paquete de yerba de la alacena y ver que tenía que ir otra vez al supermercado, aunque debía cuidar los gastos porque los remedios, la nena, el café y ¡uy! Quería comprarle chocolates a Azul, que tanto le gustan. Las ideas en mi mente empezaban, como estas oraciones, y se perdían, se enredaban con todo lo que venía a mi cabeza, sin permiso y sin cuidado, reclamando prioridad y transformando todo en un desorden. En un desorden como mi habitación, como mi vida.

Azul iba a llegar y yo tenía que dejarle todo en orden.

Ella iba a entrar, despacio, como acostumbraba a moverse, y no tenía que estar mi ropa tirada en el piso. Iba a caminar conmigo de la mano en los pocos metros que delimitan mi (vida) departamento, sin embargo no podía haber colgado nada desde arriba. Ni lámpara, ni planta, ni llamador de ángeles. Cada vez que ella venía era recomenzar el orden, otra vez desde otro ángulo, pensando que esta vuelta no importaba la estética, todo ese despilfarro decorativo perdía el sentido realmente. Los ojos de ella eran las manos, era su cuerpo, y a mi me costaba entenderlo.

Volví a mirar la habitación y me dio la sensación de que era distinta. En ese instante me di cuenta de que eso no influía en mi mate, así que no había razón para dejarlo preparado por la mitad. Terminé de armarlo, miré el agua. Todavía estaba a tiempo. Salí al balcón a amontonar todas las (cuatro) macetas en un rincón, del lado en el cual a pesar de los edificios todavía da el sol a ciertas horas. La gente caminaba por la vereda como todos los días, como todos los martes cinco de septiembre a las cinco de la tarde, como si yo no estuviese en el balcón mirándolos, como si ellos no caminaran. Como si la vida fuese tan relativa, si las cosas cambiaran dependiendo de uno, si a la economía de Rusia o al florista de la calle San Niccolo en Italia le importara que yo prendiera un cigarrillo y tirara las cenizas por el balcón.

Pero claro, a Azul sí. Ella estaba por llegar y yo todavía no había dejado nada listo. Apagué el cigarrillo por la mitad y me dispuse a ordenar de una vez por todas. Juntando papeles encontré los discos que le había comprado, “algo de violín o alguna cantante buena, eso a tu criterio”. ¿Cómo podía confiar en mi criterio? Por las dudas yo confié en el criterio del vendedor de la disquería, que seguramente sería más objetivo en la elección que yo.

Acomodaba las sillas cuando sonó el timbre. El ruido repentino me sacó abruptamente de mis pensamientos, y de repente, caí en cuentas de lo que estaba haciendo, que tan fácilmente lo había desplazado de mi mente. Ordenaba, había llegado Azul, y la cocina se estaba llenando de vapor, otra vez, del agua hervida.